Real Time Web Analytics Bruselas10: 2006

domingo, 29 de octubre de 2006

Una mañana de lujo

Bruselas es una urbe multicultural y pluriracial, pero hubo un tiempo en que sólo era rancia y escandalosamente burguesa, y en el Sablon, los domingos por la mañana, sobre todo cuando sale el sol, los vestigios de aquella pereza arrogante se manifiestan con asombrosa naturalidad.

El Sablon es una plaza típica de Bruselas. De menor reputación internacional que la Grand Place, pero con su sabor. Intenso. Está en ligera pendiente y desde el alto la preside la Église de Notre Dame du Sablon, una soberbia pieza del barroco en cuyo interior vidrieras de gran belleza reproducen los escudos de armas de las viejas familias belgas que se pusieron a la tarea de hacer este reino, hoy tambaleante, a comienzos del siglo XIX.

Al Sablón, al Gran Sablon por hablar con propiedad pues a su lado está la plaza del Pequeño Sablon, célebre por las 48 delicadas estatuas de bronce que la contornean, hay que atacarlo desde arriba, desde la Rue Ducale, por la que el rey transita camino de palacio, para bajar andando sin fatiga hasta sus últimos vericuetos.

La primera parada bien puede ser la de un concesionario de Mercedes que desafía con desprecio olímpico la teoría de que los coches se venden en el extrarradio. En el interior se puede admirar un 'Maybach' a 480.000 euros, con esos asientos traseros tan parecidos a los butacones de la business class que anhelas al repasar la revista de la compañía aérea que hace la proeza anatómico-forense de comprimirte en un espacio increíblemente pequeño durante dos horas. O un 'McLaren-Mercedes', algo más caro, para qué entrar en detalles, similar a aquél con el que Scarlett Johanson se estrelló huyendo -dijo- de los fotógrafos en Los Ángeles. Lo que debían de correr los fotógrafos...

Un poco más abajo, a la izquierda, hay una tienda de antigüedades que comercia con diseño escandinavo y con arte tribal africano. A la vez y sin despeinarse. Mirando los abalorios del escaparate te preguntas si no ha vuelto a casa el cofre de bagatelas del explorador que cambiaba espejitos por marfil. Aunque para marfil, un poco más abajo. No conviene guiarse por las etiquetas adheridas al pie de las figurillas chinas de personajes regordetes, que reproducen posturas del Kama Sutra: señalan la referencia, no el precio.

Pasito a pasito, llegamos al mercadillo de antigüedades. Son sieste filas de tenderetes cubiertos -incluso con hornillo de calefacción (el invierno es duro aquí)-, en los que hay de casi todo: objetos de culto masónico entremezclados con candelabros de iglesia y angelotes policromados que habrán salido vaya usted a saber de qué templo parroquial de Castilla la Vieja, grabados antiguos, cristales de Murano, de la Prusia de Metternich o de Val Saint Lambert, condecoraciones, bronces, lustres y lámparas, pomos de puerta y calentadores de cama en latón, óleos y acuarelas, iconos que venden como rusos, -con lo difícil que es sacarlos de allí-, porcelana antigua... En fin, un batiburrillo espectacular.

El mercadillo de antigüedades del Sablon, mundialmente famoso, es agotador. Por su variedad y porque hay que recorrerlo en horizontal, que no cuesta abajo. Pero bien pocos metros adelante, a la derecha, que es donde da el sol cuando lo hay, están esos barecillos vagamente informales con sus sillas al aire, igual que el ombligo de Sophie, que pasea con energía propia de una cantinera muniquesa, con un cuerpo tres veces menor, una bandeja cargada de cosas que nada tienen que ver con el kalimotxo: limón caliente, menta de hojas, cerveza trapista de segunda ¡ y hasta tercera! fermentación, capuccino a la espuma de leche, chardonnay, gewurstraminer, moselas variados, sancerre o muscadet. Personalmente, prefiero el burdeos.
Mousses legendarias

Recompuestas las fuerzas tras el aperitivo, y si no te quedas a comer en uno de esos restaurantes a los que hay que llegar pronto, para que la chaqueta que dejas en el perchero -todo es como familiar- te la aromatice el perfume del visón que le va encima poco después, siempre hay la posibilidad de hacerse con un postre para casa. A la derecha está Wittamer, con sus mousses legendarias, y a la izquierda, un poco más abajo, Marcolini, Pierre, que hace esas tartas de chocolate en las que miras, y te ves.

A todo esto, y por la calle adoquinada bajan majestuosos, despacio y para que se les vea, un montón de Bentleys, Ferraris nuevos y viejos, algún que otro Aston Martin, Jaguars con y sin capota y tribus de Harley Davidson. El otro día debía de ser alguna conmemoración de Volkswagen porque pasaron 117 'escarabajos'. Estaban contentos y tocaban el claxon. No sé si les permitirán repetirlo.

Un poco más abajo hay un monumento muy solemne con alguien encima en el que nadie se fija pero al final de la plaza, junto a la gran brasserie de Leffe, la Loto belga desplegó hace meses un anuncio en el que se veía a un 'mindundi' con aspecto de 'mindundi', acodado sobre el capot de un Rolls Royce horteramente tuneado, con el mensaje siguiente: «Usted puede ser escandalosamente rico». Sutil, ¿verdad?

domingo, 10 de septiembre de 2006

Remando por el Secarral


BRUSELAS
Si fuera cierto que los que hablan del tiempo es porque no tienen otro tema de conversación los belgas serían gente banal, pero como en Bruselas, estos días, del tiempo hablan no sólo los belgas sino todo el mundo, y que en ese “todo el mundo” está comprendida la pléyade de empleados de multinacionales, diplomáticos y funcionarios que pulula por esta urbe, habrá que pensar que cuando el río suena, agua lleva.
Aunque las crecidas sean por meses. En julio, por ejemplo, el río de la meteorología de Bélgica se secó, pero en agosto hubo inundaciones, de modo que los grandes almacenes no saben a qué carta quedarse: si al climatizador o a la piragua.
Julio de 2006 ha sido el mes más caluroso de la historia de Bélgica. Al menos de la historia de la que se guardan registros meteorológicos que, en este caso, se remonta hasta 1833. Los responsables del Observatorio Real de Uccle, un barrio de Bruselas, comparecieron solemnes ante los medios informativos a finales de ese mes, para confirmar lo que los sobacos del personal habían proclamado rotundamente en el metro de la villa, día tras día: que como este Julio, ninguno.
La media registrada a todo lo largo del mes fue de 21,8 grados centígrados, cuando la normal de la época suele situarse en torno a los 17,2 y un día, el 19, los termómetros señalaron el récord de calor del siglo: 36,2 grados centígrados.
Los termómetros oficiales deben reunir una serie de características para que sus mediciones no se vean influidas por factores variables: están aislados del suelo, los reflejos y las corrientes de aire. Y permanecen a la  sombra.
La gente no, de modo que en la capital de Europa ha sido relativamente frecuente, este verano, encontrar 40 grados de temperatura en la calle.
Trasladar el horno de Sevilla a Bruselas tiene sus consecuencias. Primero, porque la gente, en estas latitudes, no está acostumbrada al calor y no comprende que la siesta no es un homenaje gratuito de la gente del sur al buen vivir, sino un depurado mecanismo de supervivencia para cuando el calor aplatana la existencia, a las 3 de la tarde.
Los bocadillos o las pizzas injeridas de pie en un aquí te pillo, aquí te mato, que es como la mayor parte de la gente de las oficinas se alimenta en esta ciudad, son incompatibles con semejantes temperaturas.
Y, segundo, porque si la gente no está preparada para el calor, las casas tampoco, de modo que en Julio no era del todo imposible –el resto del año sí-, ver gente en la calle a las 10 de la noche.
Claro que llegó Agosto, y las cosas cambiaron. Por completo.
Los del Observatorio han vuelto a presentarse ante la ciudadanía para anunciar que este de 2006 ha sido el Agosto más sombrío de la historia de Bélgica, con 94 horas y 30 minutos de sol, menos que el récord de 104 horas que ostentaba 1912.
Y ha llovido, ¡vaya que sí ha llovido!: 202,3 litros por metro cuadrado, aunque el récord de 231 litros registrados en 1996 no se haya visto sobrepasado.
La gente del Observatorio ha sentenciado que 22 días de boina nubosa en agosto es algo anormal. Incluso para Bruselas.
La capital de Europa es una ciudad horizontal que se extiende por una superficie similar a la de Madrid, pero con una cuarta parte de sus habitantes. Abundan las viviendas unifamiliares con jardín. Quienes se fueron en Julio sin aprestar un sistema de riego con temporizador han encontrado la hierba, al volver, como un secarral, pero a los que lo hicieron en Agosto les habrá brotado una charca con patos en la zaguera de la casa, a poco que el terreno drenara mal.
En Drogenbos, otra de las comunas de Bruselas, hubo inundaciones y más de uno, y de dos, se quedaron atrapados durante horas en ascensores que se habían quedado sin corriente, hasta que los bomberos vinieron a rescatarlos.
Como mi amigo Luc, 130 kilos de mala conciencia, que sufrió los ardores de Julio en camiseta blanca de tirantes, sin encontrar postura sobre una silla de playa al fondo del jardín, bajo el pino.
El ministerio belga de Hacienda vive estos días sobresaltado, entre las ayudas que les reclaman los agricultores porque los calores de julio les han arruinado la cosecha y las deducciones por daños de vivienda, debido a lluvias excepcionales de agosto.
Y en Bouillon, donde nació Godofredo, el de la Primera Cruzada, los comerciantes han dado por concluida la temporada turística con maldiciones mal contenidas al Servicio Meteorológico Nacional, que anticipó dos meses de verano deplorables cuando, al final, sólo uno de ellos lo ha sido verdaderamente. El castillo de don Godofredo había recibido hasta finales de julio 160 visitantes menos que en 2005, un año que mereció la calificación de mediocre por la oficina de Turismo local, y en hostelería sólo los restaurantes con terraza pudieron hacer su julio, porque Agosto no le ha dado bola a nadie. Ni a las tiendas de alquiler de piraguas que, sin embargo, sí que hicieron negocio el mes precedente.
Las canoas, en Agosto, se reservaron para las calles de Drogenbos.
Así vamos: bajando por la torrentera del cambio climático, camino de la alcantarilla cósmica.

domingo, 23 de julio de 2006

Las Basuras de Colorines de Bélgica


Dicen los agoreros de ese futuro necesariamente peor que la humanidad va a perecer sepultada bajo sus propias basuras y los belgas, gente práctica y realista donde la haya, han decidido que si eso tiene que pasar, que cada cual vaya pechando ya con su carga y que, además, la clasifique por colores, para saber de antemano dónde huele y dónde no.
La recogida de basuras en Bélgica es uno de los servicios públicos de este país que más desconcierta a los extranjeros, a los mediterráneos sobre todo.
Aquí, el basurero no pasa todos los días. El servicio actúa por barrios según jornadas y retira unas cosas u otras, en función de si ese día toca o no..
En algunas zonas, por ejemplo, los domingos están destinados a los desechos menores del jardín como la hierba cortada o las hojas.
Los viernes, de mañana,  los camiones se llevan la basura sin clasificar, de tipo orgánico, que vuelven a llevarse también los martes, junto con el papel, el cartón y otros residuos como el vidrio, los tetra-briks, las latas, etc.
Cada cosa, por lo tanto, tiene sus días (escasos, en ocasiones una sola vez a la semana), lo que obliga al ciudadano a dos ejercicios de intensidad pareja: almacenar basura en casa durante varios días y preguntarse constantemente qué bolsas tiene que sacar a la calle en las jornadas del calendario semanal en las que la providencia pública le libera de una parte de tan indeseable carga.
Consciente de todas estas dificultades, la basura belga ha buscado fórmulas para hacerles la vida más llevadera a sus clientes.
Los colores, por ejemplo. La basura no es bonita y ya se sabe que aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Pero medio metro cúbico de basura dejada a su libre expansión en el interior de un domicilio puede tentar al propietario si no a echarse al monte, que este país es muy plano, si a sentirse arrojado de vuelta a la edad de las cavernas.
Y tampoco se trata de eso, sino de preparar el futuro, ¿no?.
De modo que a la basura, en Bélgica, hay que empaquetarla por colores. La orgánica no seleccionada va en bolsas blancas, la de jardín en verdes, el papel y el cartón en amarillas y las latas, los vidrios y demás artículos sólidos en azules.
Las aceras de los ciudadanos modélicos de este país –todos- presentan, los martes de madrugada, primorosas pilas de bolsas amarillas, azules y blancas; los viernes sólo blancas; y los domingos verdes.
Las bolsas, claro está, son particularmente sólidas. No podrían soportar de otro modo las tensiones de la fermentación.
Y vienen semitransparentes, de modo que el providencial hombre de la basura que nos desembaraza con cuenta gotas de los metros cúbicos de residuos que almacenamos en casa pueda certificar que, efectivamente, el contenido responde al color del envoltorio.
Los vecinos, de paso, verifican si sus conciudadanos se han dado a la cerveza el fin de semana y lo que se ha comido en la fiesta de la casa de al lado.
Cuestan, las bolsas, 55 de las antiguas pesetas cada una.
Algunos ayuntamientos, siempre necesitados de dinero, han descubierto en esto de las bolsas de basura un filón: les estampan un escudo de la comuna y exigen que en su demarcación territorial no se vendan otras.
Y eso que vivimos en un mercado común, donde cada cual debería poder procurarse bolsas verdes, azules, blancas y amarillas a su antojo, al precio del mejor postor.
Porque, a fin de cuentas, ¿por qué los belgas no pueden viajar a Londres en el Tren de Alta Velocidad, a comprar bolsas de basura verdes, amarillas, azules y blancas?.  Si hasta les saldría a cuenta…
En las grandes superficies menudean las ofertas para gestionar ordenadamente semejante batiburrillo de olores y colores. A una de ella le dieron un premio porque tiene tapa, portarrollos (de bolsas de basuras, claro) y un sistema de ensamblaje que facilita el encaje simultáneo de tres o cuatro de ellas.
No es un modelo pensado para pisos de 30 metros cuadrados.
Todo este follón esta concebido en función del desmesurado costo de la mano de obra en este país, y de las necesidades del reciclado. Un incinerador quemando hojas sale mucho más económico que fundiendo metal.
Pero, al fin y a la postre, con unas y otros la combustión fabrica dioxinas que terminan en los pollos dioxinados que Bélgica vende a montones por toda Europa, como pudo verse hace unos pocos años.
Los controles de dioxinas y de sus precursores, los PCB, en el entorno de las incineradoras cuestan un dineral.
De modo que lo que no se va en lágrimas, se va en suspiros.
Claro que el fabricante de bolsas…
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