Real Time Web Analytics Bruselas10: agosto 2013

domingo, 18 de agosto de 2013

¡A la una, a las dos...!



¿Y a las tres? El personal está conteniendo el aliento. A ver si es verdad que esta es la buena. 

Los últimos datos de Eurostat, conocidos esta semana, no es que muestren una realidad inequívoca de cambio de ciclo, pero sí confirman una tendencia a la mejoría (vean el gráfico que les adjunto) que tiene esperanza a casi toda la gente que espera el advenimiento de tiempos mejores. 

Es un término, este del  “advenimiento”, de connotaciones bíblicas, poco grato a quienes, por razones de oportunismo político o de descreimiento estructural, están instalados en el derrotismo, el fracaso y la negatividad, reales o fingidos. Lo que pasa es que el Adviento llega en la liturgia eclesial para facilitar el despertar espiritual de los creyentes, como el cambio de ciclo lo hace en la economía para la salud del PIB, de la actividad empresarial y el sosiego de los bolsillos. 

Y esta vez parece que sí es la buena porque no sólo lo dice Eurostat, sino también la Bolsa, la situación política en Alemania y Francia que son, ellas solas, casi la mitad de la economía de la Eurozona y hasta las previsiones de inversión de, por ejemplo, los industriales alemanes, un 54% de los cuales aseguran, según recientes encuestas, que se proponen invertir en 2013 más aún que en 2012, a pesar de que la infrautilización de instalaciones aumentó en 2012 por la crisis de la UE. Eso quiere decir que los industriales alemanes están convencidos de que van a vender más; en toda Europa. Lo que anticipa un resurgir del consumo interno, cuya contracción es el mal de nuestros días.

Se han dicho tantas cosas estos últimos cinco años de lo que nos ha pasado que resulta difícil encontrar un hilo conductor coherente para los acontecimientos que han tenido lugar en nuestra economía. Yo me quedo con la idea de una coalición de la Alemania de Merkel y la Francia de Sarkozy, secundada a regañadientes por Hollande, para limpiar la Eurozona de situaciones viciadas que pudieran comprometer la supervivencia de la moneda única, cuya pérdida hubiera sido extremadamente costosa para todos. El caos provocado en los mercados financieros por el hundimiento de una manera tóxica de hacer negocio, con la caída de Lehman Brothers, Fannie  Mae et alter, y las exigencias establecidas por las autoridades financieras internacionales para evitar la repetición de esos acontecimientos, precipitaron la insolvencia de una parte muy significativa del sistema bancario español, de sí seriamente debilitado por una acción política irresponsable, si no delictiva. Su salvamento ha consumido recursos ingentes, menores, en cualquier caso, que los dedicados a reflotar otras instituciones del género en Alemania, Francia, Bélgica o el Reino Unido, pero ha dejado de ser un problema mayor para la supervivencia de la economía, la cual, y a su vez, se ha visto expurgada de otros vicios que la lastraban, disparando el gasto público por encima de los potenciales de recaudación. El proceso, en España, no ha concluido –y ahí está la ingente tasa de paro para recordárnoslo- pero la viveza de la respuesta al cambio de tendencia en Alemania y Francia de los tres últimos trimestres muestran una agilidad de la que la economía española carecía hasta mediados del año pasado.

Es cierto que la vitalidad de Alemania responde a una política salarial menos restrictiva, promovida por una Angela Merkel en periodo electoral y que François Hollande necesitaba de resultados económicos positivos para recuperar su deprimida credibilidad política, pero ni aquella, ni estos, habrían podido llevarse a cabo con España o Italia en posición económica incierta. Angela Merkel no hubiera relajado su política salarial (lleva años negándose a hacerlo, desatendiendo las peticiones en este sentido formuladas por países como España) no Hollande se hubiera visto compelido a acometer las reformas estructurales de la viciada economía de su país.

Los tiempos, por lo tanto, cuadran, y el remonte de la economía europea anunciada por el BCE y la Comisión europea para este otoño, y por el Gobierno nacional para la española en particular en esa misma ventana temporal, comienza a vislumbrarse.


Buenas noticias, por lo tanto, para todos.

domingo, 11 de agosto de 2013

Una tormenta de verano


Los salarios en España crecieron por encima de la media de la UE hasta bien entrado el año pasado. Gráfico: Fernando Pescador


El Fondo Monetario Internacional ha sido una vez más piedra de escándalo, al recomendar estos días atrás para España una caída salarial del 10 por ciento en dos años, a cambio de un compromiso empresarial de oferta de empleo.

A la receta le han caído críticas en tromba, como si de una tormenta de verano se tratara. Y es que, en realidad, lo del FMI no es más que eso: una tormenta de verano, motivada por un sobrecalentamiento de la borrasca de la crisis y por el empecinamiento de unos cuantos funcionarios, los del Fondo, en justificar su sueldo.

Todo el mundo sabe que una economía mejora su competitividad si el costo por unidad producida se rebaja. En una unión monetaria como la que tenemos hay dos caminos para lograrlo: aumentar la productividad por empleado (con máquinas mejores, con una organización del trabajo más eficaz) o rebajando directamente el costo de los factores que intervienen en su elaboración, en el caso que nos ocupa el sueldo del trabajador.

El problema –para el FMI, para nosotros-, es que los sesudos analistas de Washington suelen tirar del librillo que escribieron sus predecesores, cuando lo de Bretton Woods, en plena Guerra Mundial, y aplican sus recetas desde la distancia, con una pretendida neutralidad que dista de ser real pues viene impregnada con los aceites de una ideología económica: la liberal (ahora ‘neo’)

Qué duda cabe de que una reducción generalizada de salarios, acompañada de una mayor oferta de empleo, mejoraría la competitividad de la economía española y reduciría el paro, pero mucho me temo que en España ni los sindicatos, ni los empresarios, ni el Gobierno, ni la oposición están en condiciones de cerrar un gran pacto nacional de calado semejante.

¿Y los trabajadores? ¿Aceptarían de grado una mutilación salarial de tanta importancia, en beneficio de las conveniencias de la mayoría? De ninguna manera. En un contexto de restricciones como el que vivimos, con incrementos abultados y mal justificados de costos en infinidad de servicios, y de la fiscalidad, la medida sería percibida como una imposición arbitraria, que tendría traducción inmediata, e inequívoca, en las urnas.

La propuesta del FMI va a ser ignorada, por lo tanto, en el corto plazo. ¿Y en el largo, cuando salgamos de la crisis? La verdad es que ni el Gobierno (sea el que fuere), ni los interlocutores sociales, deberían echar en saco roto la idea de que las mejoras salariales deben estar basadas en parámetros realistas, como la productividad. Dicho lo cual, y de paso, habrá que recordarles a los defensores de este último modelo que, para suscribirlo, un país como España tiene que situar su inflación en línea con la media de los de la UE. No es posible mantener diferenciales de dos puntos con ellos, como en las últimas épocas de bonanza.

Porque la verdad es que vincular salarios e inflación, como se viene haciendo en España tradicionalmente, provoca efectos contradictorios con el interés del país, como lo es el hecho de que a pesar de la crisis, los salarios en España hayan seguido creciendo por encima de la media europea y de la Eurozona hasta el segundo trimestre de 2012 (ver gráfico). En el último trimestre del año pasado, las remuneraciones laborales en España experimentaron una fuerte contracción, pero el primero de 2013 volvían a subir.

Lo del FMI es una tormenta de verano. Las realidades sobre las que sustenta su razonamiento tienen mucho más enjundia para el medio y el largo plazo

sábado, 10 de agosto de 2013

La City sigue pescando en Gibraltar


Hace ya bastantes años, durante uno de esos episodios periódicos en los que Gibraltar calienta los ánimos en Madrid y Londres, le pregunté a un ministro español de Exteriores, con el que mantenía una relación de confianza, si el Reino Unido quería sinceramente acabar con el problema de Gibraltar. “¡Qué va!, me contestó. Van a por todas”.
Nunca traicioné aquella confidencia que hoy se me antoja desbordada por los acontecimientos, pues es obvio que Londres, en lo de Gibraltar, sigue yendo a por todas. Me parece ocioso seguir actuando como guardián de un secreto que los hechos cotidianos han expuesto al crudo sol del sur peninsular.
El Reino Unido no tiene voluntad alguna de solucionar el problema de Gibraltar. En realidad, no lo percibe como un problema, sino como una oportunidad que está explotando a conciencia.
El Peñón, en el siglo XIX y aún durante una parte del XX, era un baluarte de valor militar estratégico: le ayudaba al poder británico a controlar el Estrecho de Gibraltar, es decir, el acceso al Mediterráneo. Hoy, la moderna tecnología militar ha reducido el valor de esa plaza a una condición puramente testimonial que, sin embargo, rinde algunos servicios logísticos ocasionales, como la reparación de un submarino nuclear averiado, o propagandísticos, como la próxima visita de varias unidades de la Navy. De tiempo en tiempo, y nada más que por incordiar, algún miembro que otro de la familia real británica se deja caer por el lugar, provocando arreboles en la camarilla de caraduras que gestionan el enclave, en su condición de relés del auténtico poder que manda en el lugar: la City londinense.
No se llamen ustedes a engaño. Gibraltar no es un atavismo evocado de tiempo en tiempo por el nacionalismo español, como espantajo para distraer la atención pública de asuntos más enjundiosos. No. Gibraltar forma parte, con las Islas Vírgenes, Guernesey, Jersey, Caimán y demás, de esa tupida telaraña que la City londinense ha tejido para atrapar el dinero negro del planeta que escapa a las demás fuerzas centrípetas concentradas en el mismo afán: Rusia, China, los paraísos fiscales estadounidenses, Singapur (que fue colonia británica) Macao… El Peñón ayuda al dinero negro del sur español y, muy probablemente, al de otras zonas del territorio nacional, a escapar del Fisco. Y lo hace con la misma combinación de sociedades - pantalla, cuentas opacas, intermediarios de confianza y demás parafernalia al uso en los paraísos fiscales que están esparcidos por el planeta, y que la reciente investigación del Offshore Leaks ha ayudado a delimitar.
Muy por encima de las periódicas provocaciones que esa camarilla de descarados que se autoproclaman “autoridades legítimas” del Peñón, como la invasión de espacios marítimos sobre los que en Reino Unido no tiene jurisdicción, la exhibición impúdica de tráficos ilegítimos y otras actividades directamente ligadas a la delincuencia pura y dura, para lo que Gibraltar les sirve a los británicos es para captar dinero negro español.
La talla del envite merece una consideración sosegada. Este país, su diplomacia, no puede quedar a merced de las pequeñas maldades que los apéndices de Londres fabrican de vez en cuando para poner a las autoridades españolas contra las cuerdas de una opinión pública desorientada. Y esa opinión pública debe ser consciente de que las autoridades legítimas españolas han puesto toda la carne en el asador para resolver el problema en democracia: buscaron, por ejemplo, el formato de soberanía compartida, como contrapartida a la inclusión de Gibraltar en la Directiva de Liberalización del transporte aéreo. Otro tanto sucedió cuando llegó la hora de definir las fronteras exteriores de la UE.
No se produjeron las contrapartidas esperadas. Básicamente porque las autoridades del Peñón se negaron a cumplir con su parte, alegando que no estaban presentes cuando aquellas fueron asumidas. No tenían que estarlo porque Gibraltar es un territorio sin estatuto jurídico internacional, bajo administración británica, sometido a las cláusulas del Tratado de Utrech. El Gobierno de Zapatero, en un ejercicio de ingenuidad pasmosa, decidió darles cabida en lo que se denominaría Diálogo Tripartito (de Londres y Madrid más Gibraltar), en un intento de rara generosidad para salvar esas objeciones.
Lo esfuerzos no han servido de nada, y Gibraltar sigue siendo un agujero negro cada vez más grande para los intereses españoles.


domingo, 4 de agosto de 2013

La Confederación belga



Como primer ministro de Bélgica, Gaston Eyskens acometió, en 1970, la primera reforma del Estado. Creó, aunque al principio sólo sobre el papel, las comunidades lingüísticas y las regiones del país. Era el primer paso de un proceso que acaba de concluir -a lo que parece, en esas cosas nunca se sabe-, con la que oficialmente se denomina "Sexta Reforma" del Estado. La armadura legal y económica del pacto político que la sustenta le ha llevado a un hijo de aquel Gaston, Mark, también ex primer ministro, a establecer que "Bélgica es ya un Estado confederal: no hay partidos políticos nacionales y las regiones son, de hecho, repúblicas en el interior de un reino".

El Reino de Bélgica. Su corona transitó el pasado 21 de julio de la augusta cabeza de Albert II a la de su hijo, Philippe, en una ceremonia ignorada por la mayor parte de la clase política flamenca. Como construcción política, es poco más que un cascarón vacío; Mark Eyskens tiene razón. A tal condición la han relegado las sucesivas reformas del Estado, cada una de las cuales, y en un proceso que se ha ido acelerando con los años, ha actuado como un depredador de fauces cada vez mayores para las competencias del Estado y para los recursos utilizados que las hacen operativas.

Aunque el proceso de descentralización de Bélgica comenzó en 1970, hasta 1989 no obtuvo recursos económicos para devenir en realidad operacional. En 1988 se había dictado el primer gran paquete de transferencias del Estado a las regiones, siguiendo el espíritu de los acuerdos de 1970 y un año más tarde se cerraba el primer paquete financiero. Con ser este muy importante, no alcanzaba a cubrir el costo de lo transferido, que equivalía al 40 por ciento del presupuesto del Estado y, aproximadamente, a una cuarta parte del conjunto de los gastos primarios de los poderes públicos belgas. El modelo financiero atribuia la capacidad recaudadora a la Administración central, la cual, y a su vez, transfería a las regiones los recursos comprometidos, en base a una clave de reparto del IRPF (rendimiento del impuesto en el territorio de cada región o comunidad) IVA (para financiar la educación, en función del número de alumnos matriculados) y otros impuestos propios y dotaciones.

Tras las sucesivas adaptaciones del reparto económico de 1989, y aún a la espera de la aplicación de los acuerdos de la Sexta Reforma del Estado, Bélgica ha llegado a una situación de abrumadora asimetría en la financiación de sus entidades federadas. El presupuesto de 2012 es clarificador al respecto: Bruselas contaba con 2.690 millones, Valonia con 7.050, la Comunidad francesa con 9.212 y la Región y la Comunidad flamencas 27.265.

La Sexta Reforma, que no ha sido aceptada por los independentistas flamencos de la N-VA, acentúa extraordinariamente la descentralización, atribuyendo a las entidades federadas competencias que el papel de los acuerdos cifraba en 17.000 millones, pero que el cómputo detallado actualmente en fase de realización eleva ya a 19.800 millones, según publicaba De Standaard, el periódico flamenco de referencia, el 29 de mayo. Esos 17.000 millones representan, grosso modo, el 35 por ciento de los ingresos federales, que vienen a ser el 50 por ciento del PIB. Si la última reforma hubiera sido aplicada en 2012, los recursos de las regiones belgas se habrían doblado (el aumento hubiera sido del 122 por ciento).

¿Qué le queda al Gobierno federal? Elio di Rupo, el primer ministro, manifestaba durante la presentación de los acuerdos de la reforma que "la autonomía fiscal efectiva de las regiones será cuatro veces mayor y el Estado federal contará con margen de maniobra suficiente para garantizar su misión y asumir sus obligaciones, en particular las relativas a la deuda pública".

En números desnudos, y según el Banco Nacional de Bélgica, con la Sexta Reforma en vigor, la distribución de la capacidad de gasto primario (sin tener en cuenta los pagos por intereses) quedaría en un 8,9 por ciento del PIB para la autoridad federal, el 18,1% para la Seguridad Social, el 16% para las comunidades y regiones y el 6,9% para los poderes locales.

Lo dicho: un cascarón casi vacío.


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